La condición de “psicoanalistas en formación” remite de inmediato a la de “transición”: nos encontramos en un momento del proceso en el que estaríamos dejando de ser algo (solo de manera parcial y poco cualitativa, para ser precisos), para convertirnos oficialmente en miembros asociados de la institucionalidad psicoanalítica. Quienes estamos viviendo esta transición tenemos el reto de afrontarla con todos los matices y complejidades que cualquier situación así demanda. En este particular momento, sin embargo, le damos cara a una nueva transición que multiplica esos matices y complejidades: virus, contagio, pandemia, distancia social, muerte… Todo indica que podríamos estar enfrentándonos a transformaciones paradigmáticas importantes en nuestra historia: en la de nuestra disciplina y en la de nuestra cultura. Quienes, además, vivimos en países latinoamericanos, periféricos y dependientes (o, eufemísticamente, “en vías de desarrollo”), países con profundas e históricas disimetrías sociales y económicas, con desproporcionadas diferencias en las condiciones para sobrellevar crisis sanitarias como la actual (que, además, como un brote viral social, emana de sí misma -o hace evidente- otras crisis tan o más complejas y estructurales aun, como la educativa, la laboral o la productiva); quienes vivimos aquí, ya no solo multiplicamos, sino que elevamos a la potencia este escenario.
En Perú, por si fuera poco, venimos recorriendo una transición similar de manera ya secular, hacia una suerte de “modernidad” que nos ha sido siempre esquiva, y que se manifiesta sintomáticamente, hoy en día, a través de ciertos acontecimientos que llaman la atención, y que, siendo del orden de lo simbólico, aparecen más como fruto obligado de una exigencia que proviene de la autoridad, que como producto de una evolución “natural” en la construcción de ciudadanía: un cierto día tenemos a las cabezas gubernamentales demandando por medio de mecanismos legales -es decir, la publicación de normas específicas y muy dirigidas- respeto a la población LGTBIQ por parte de las fuerzas armadas y policiales; otro cierto día, la demanda es para que las personas que van a salir de sus casas y que, eventualmente, se verán forzadas a aglutinarse masivamente en entidades financieras, farmacias o mercados, se ordenen y hagan fila, respetando la (mal) llamada “distancia social”; o es la autoridad municipal convirtiendo el tradicional coso de Lima en lugar de asilo para personas sin hogar, a pesar de las protestas de los aficionados taurinos asociados a la élite económica y racial limeña; o la propuesta de instalación de un “bono universal”, usando como referencia mecanismos que ya existen en modelos económicos del “primer mundo”; o la muy actual negociación para el uso público de clínicas privadas. Los ejemplos de modernización a esa escala abundan. Así, nos vemos inmersos en la obligación de realizar un veloz proceso civilizatorio (en el sentido más contemporáneo de la palabra; es decir, del “comportamiento de la persona que cumple con sus deberes de ciudadano, respeta las leyes y contribuye así al funcionamiento correcto de la sociedad y al bienestar de los demás miembros de la comunidad”) en nuestro pequeño universo social, cuyo objetivo principal es la consideración del otro leído en clave supuestamente democrática. Como otros procesos de modernización a lo largo de la historia del Perú, el que vivimos hoy tiene también un carácter externo y, en cierto modo, artificial; y, por lo tanto, podría no modificar las estructuras productivas y sociales de nuestro país; pero tiene el potencial de encarnar el inicio de una importante y trascendente transformación en muchas formas de expresión política, social y, principalmente, cultural (o, por lo menos, de hábitos).
Expongo este contexto de “transición social” para enfatizar, principalmente, aquél que estamos viviendo en nuestras clínicas privadas, y, quién sabe, en los paradigmas psicoanalíticos. Hoy, nuestras clínicas son más privadas que nunca, pues nuestros consultorios están vacíos, privados de psicoanalistas y de psicoanalizandos. Como todos en nuestra institución, y por principio de realidad, he tenido que modificar el encuadre original instalado en el espacio físico de cuatro paredes, por el de la comunicación remota, instalado en la pantalla de mi computadora. Y en esta transición me vengo haciendo varias preguntas, como seguro lo hacen también otros(as) colegas, especialmente en torno a cómo en este contexto de cuarentena global, de confinamiento, viene surgiendo una especial superposición de realidades: por lo menos, la de la realidad interna (psíquica, emocional, mental) en dialéctica articulación con la realidad externa (corpórea, o lo que percibimos a través de nuestros sentidos como “el mundo que existe”). Y cómo ambas se actualizan, promueven, retroalimentan o impulsan recíprocamente. Aunque realmente, más preocupado, me he preguntado sobre la posibilidad de que, en nuestro universo teórico y conceptual, este escenario mantenga o consolide “el giro de los años 20”[1], que, como ya sabemos, una importante facción del psicoanálisis post freudiano usó para psicologizar la metapsicología, haciendo de la muerte y el vacío su objeto primordial, en detrimento de la (psico)sexualidad.
Es evidente que hay un cambio en el paradigma de la técnica, si el encuadre es parte de ella. No es poca cosa. La característica propia de este canje es, sin embargo, que uno no puede sustraerse del hecho de que es obra de la realidad. No hay forma de seguir ejerciendo análisis si no se hace virtualmente. Esta nueva condición no se resiste. Así lo aceptan hoy incluso quienes se oponían radicalmente a esta forma de práctica clínica, en las discusiones que preceden al confinamiento obligatorio. Si no lo hacemos, no sobrevivimos profesionalmente (y, quizás, en algún caso, tampoco materialmente). Pero, frente a ello, se reflexionará en torno a la “teoría de la técnica”, y se admitirá la posibilidad de una elástica concepción de encuadre, tal y como viene ocurriendo. Plasticidad conceptual, que le llaman.
Por su parte, la tendencia a mantener o priorizar la muerte, el miedo a la muerte o la angustia frente a la muerte, aunque muy adaptada a la coyuntura actual, podría seguir produciendo huellas profundas en el desarrollo de la teoría del psicoanálisis. No obstante, la característica propia de este posible trueque podría ser entendida más como una elección fruto del deseo que como una capitulación frente a la realidad, para seguir el argot de muchas narrativas bélicas en el escenario del COVID-19. ¿Dónde quedaría entonces, la (psico)sexualidad en este escenario? Pregunta que me hago recordando que comencé (y continué) mis lecturas de Freud entusiasmado por esa retórica erótica que se desprende de sus textos, y que constituyó el descubrimiento de una herramienta poderosa y, en su propia historia, profundamente peligrosa.
Para honrar la indivisible conexión que asumo entre teoría y práctica, hago presente fugazmente dos casos clínicos de alta frecuencia que se han mantenido muy vivos durante el encierro obligatorio y que le han dado luces, sin querer, a estas últimas divagaciones. Ambos, en momentos críticos los dos, aunque manifiestan en sus procesos internos momentos asociados a muerte y destrucción -estrechamente vinculados a su específica condición clínica, por cierto-, no solo han dado continuidad narrativa a sus respectivos imaginarios elaborados previamente a la reclusión; sino que han desarrollado poco o nada en torno del encierro. Uno de ellos, en particular, parece deleitarse en él desde lo que consideramos su goce privado, que acopia una serie de particularidades perversas que, en confinamiento (¡cualquier confinamiento!), afloran. El otro, ha continuado con mayor voracidad, pero también con mayor aceptación (quizás socorrido por la paradoja de la “presencia virtual” que me hace estar allí no estando allí), una transferencia amorosa que nos viene permitiendo entender cada vez mejor, aunque todavía incipientemente, las bases simbióticas de sus vínculos más cercanos. Si esta reducida y nada estadística casuística clínica constituye a su vez una muy pequeña señal de lo que podría venir, puedo comenzar a sentirme tranquilo. Eros vence.
[1] Véanse los textos de A. Green “El giro de los años locos”, en: La nueva clínica psicoanalítica y la teoría de Freud (1990), o “¿Tiene la sexualidad algo que ver con el psicoanálisis?» (1995).
Imagen: Andrews, E. (2016). «PESTA» [Oil on PANEL]. Recuperado de : https://esao.net/
3 respuestas
Buena pluma Lucho!
Y abres líneas muy interesantes de reflexión, en la teoría y en la clínica!
La metamorfosis del deseo, las alas de Eros. Siempre he creído y sostenido que nuestro trabajo es aliado de la vida, sin negar la muerte y la destructividad. Pensar con otro/a, -usando otra figura mitológica- es como no soltar y siempre tender hilos de Ariadna. Creo que nuestra pronta plasticidad para adaptarnos a los medios online para las consulta da muestra de ello. Gracias
Me cautivó tu narración. Creo que lo mejor de este quehacer está precisamente en la capacidad, al menos en el centro de lo deseado, de aceptarnos y adaptarnos a esos descubrimientos.