Cajón que oculta y muestra: A propósito de “Retablo».

Autor(es): Pilar Gavilano Llosa- Vicepresidente de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis

En el año 1992 asistí en el Instituto de Estudios Peruanos a una exposición de retablos de Edilberto Jiménez y lo que vi me hizo una impresión que recuerdo aún: Hasta entonces yo había estado acostumbrada a ver aquellas cajas como objetos de artesanía que retrataban escenas religiosas o costumbristas, muchas veces repetidas, representadas de manera más bien estática, naif, y cuya función era, sobre todo, decorativa.

En cambio, ahora estaba frente a escenas dramáticas llenas de movimiento: Enfrentamientos, batallas, huidas desesperadas, persecuciones, muertes. En las cajas habían desaparecido las divisiones, las figuras estaban siempre en acción y, lo más importante, eran capaces de mostrar la enorme variedad de la afectividad humana. Edilberto era, pensé, un verdadero artista que había tomado un quehacer tradicional y estereotipado y lo había transformado en algo completamente nuevo, potente y profundamente movilizador.

Algo similar sentí cuando vi por primera vez Retablo de Álvaro Delgado Aparicio (Perú, 2017): también aquí el director había transformado la artesanía que da nombre a su película en una verdadera obra de arte. No es la primera vez que Delgado-Aparicio utiliza la figura del retablo para explorar y exponer temas similares: En su corto El Acompañante (Perú, 2012), ya había hecho uso del cajón de imaginería para referirse a las complejidades afectivas de las relaciones padre-hijo que van de la idealización y el amor incondicional hasta el odio y el desprecio, de la ternura a la violencia, de la identificación al repudio, de la libertad al sometimiento.

Retablo, como lo ha explicado muchas veces su director, quiere ser una película sobre el amor, la diversidad y la tolerancia y, efectivamente, así es, pero en otro registro, es una película sobre el odio, la ignorancia, la violencia y la absoluta intolerancia. Cuenta la historia de Segundo, el hijo adolescente de la pareja formada por Noé, el maestro retablista y Anatolia, su mujer. La película los encuentra en los días previos al desencadenamiento de un drama que se inicia cuando Segundo ve accidentalmente, a través de las tablas del camión en el que viajan, la mano de su padre masturbando al piloto. Accidentalmente es un decir, en realidad, lo que ha sucedido es que el placer ha hecho perder el control al chofer, lo que ha causado el brusco sacudón que ha despertado a Segundo. Lo ha despertado no sólo del sueño profundo en que se encontraba, sino de la fantasía idealizada en la que vivía. El retablo que llevan a vender es sujetado a duras penas por Segundo, lo que encuentro pleno de significado. A partir de ahí, lo que se supone ha sido una relación perfectamente armónica en la familia y, en particular, entre Noé y Segundo, se resquebraja y termina por derrumbar la vida que han venido construyendo y todo su futuro. Propone la película que el descubrimiento de Segundo pone en peligro la identificación con su padre y, por tanto, la aceptación del legado en forma de arte y oficio. Propone también que el amor filial es más fuerte que el rechazo producido por la actividad homosexual del padre y que la vergüenza social a la que sí sucumbe la madre. El suicidio del padre, podríamos imaginar, responde al sentimiento de tener por delante una vida que no merece ser vivida (Butler) o, quizás, al deseo de liberar a Segundo de la carga que significa haberse transformado en una herencia maldita.

Entre los temas que explora la película, destaca el de la masculinidad, tal como es entendida en una sociedad machista, que obliga a los jóvenes a demostrar constantemente que son verdaderos hombres, a través de la fuerza física, de la tolerancia al dolor, del consumo del alcohol, el lenguaje soez, el ejercicio de una sexualidad abusiva y violenta y el rechazo a cualquier indicio de pasividad, feminidad y, por supuesto, homosexualidad.

Pocas veces el cine peruano se ha ocupado de la homosexualidad en los andes, que yo sepa, antes que Retablo, solamente El Pecado (Perú, 2007) de Palito Ortega Matute. En ese caso, narra la historia de un homosexual, desde su niñez hasta la edad adulta, describe el rechazo y el odio que despierta en su familia y en su comunidad esta vida invivible y es sumamente gráfica en cuanto a los maltratos y torturas a los que es sometido con el fin de cambiarlo, cuando niño, y de hacer que “pida perdón” cuando ya mayor comete el error de volver a su pueblo. Retablo es más sutil y, diría yo, elegante. No nos hace espectar la golpiza que recibe Noé, pero la desplaza hacia la tortura del abigeo, a la pelea a puños entre Segundo y los otros jóvenes. En todo caso, ambas comparten una intención sensibilizadora y didáctica en un mundo en donde la homofobia (o mejor, la homoginia) parece ser pan de cada día. No es posible considerar la vivencia de lo homosexual sin tener en cuenta el contexto. Ser homosexual es estar expuesto al rechazo y al odio en muchas sociedades, pero ambas películas dejan meridianamente claro que ser homosexual en los andes rurales puede ser de necesidad mortal.

Pero volvamos a Retablo con algún detenimiento, con el fin de ver, además de lo que las cajas nos muestran, lo que nos ocultan, lo que vemos de soslayo, o lo que sólo podemos intuir.

Un asunto sobre el que vale la pena detenerse es aquel tan frecuente del hijo que llega al mundo con un destino predeterminado: ser el continuador del padre. Me parece que el nombre elegido para el joven protagonista es revelador. Uno podría preguntarse, ¿Segundo después de quién? ¿De otro hijo que no está, que se fue, que murió? ¿O segundo después de Noé? Ninguna de las conjeturas me parece improbable, aunque me inclino más por la última. Y es que Segundo parece ser el hijo que, desde antes de su nacimiento, tenía un destino previsto. La aceptación del legado no es opcional. Me hace pensar en aquellos hombres que, desde niños, son educados en el deseo narcisista del padre de que continúen su obra, su empresa, su profesión. Hay muchos: Algunos asumen la herencia sin chistar y la pasan, a su vez, a sus propios hijos. Otros, los más fuertes quizás, se rebelan en la adolescencia y toman su propio rumbo. Otros más, parecen haber aceptado el encargo y, sin embargo, luego de unos años lo hacen fracasar. Otros, por último, se pasan la vida sin comprender por qué llevan dentro un sentimiento sordo de infelicidad. Segundo parece haber sido criado en una familia con conciencia de ser especial. La madre le increpa que ellos no son campesinos, son artistas. El padre cultiva su sensibilidad, su memoria visual, lo lleva a sus negocios, le enseña el oficio. Segundo no es como los demás chicos: él no juega fútbol, no se pelea ni es soez. Lo suyo es observar, estar sentado, amasar, pintar, desarrollar la motricidad fina. La masculinidad violenta le produce rechazo y lo perturba. Hace un breve ensayo de lo que sienten los otros jóvenes cuando se emborracha con su amigo en lo que parece ser la cueva de Lauricocha, símbolo de lo primitivo quizá, cuando se propone atacar sexualmente a la hermosa Felícita que duerme, cuando decide que quiere ir como los otros jóvenes a cosechar algodón en la costa o cuando se azota la pierna hasta quedar casi incapaz de caminar (como su madre). En este caso, parecería querer probar el estereotipo del joven macho y termina identificándose sin querer con ella.

La propuesta de la película es que lo deseable sería no apartarse de la herencia que la familia considera valiosa. Si Segundo tuvo la oportunidad de rechazarla, el suicidio del padre acaba con cualquier posibilidad y termina en una identificación con él que se retrata en la última escena, cuando recoge los útiles, se pone el sombrero y cierra la puerta del taller. Sabemos entonces que el camino de Segundo seguirá las huellas del Primero.

Desde el punto de vista formal, cabe resaltar la importancia de las imágenes.   Desde el inicio, en que los espectadores nos encontramos frente a una pantalla en negro mientras escuchamos el primer diálogo entre Segundo y Noé, se anuncia que la película tratará sobre ver o no ver, describir e imaginar. Y, cuando por fin se hace la luz, lo primero que vemos es una escena familiar en la que el padre ocupa el centro de la escena y ejerce la autoridad. Es decir, sabemos que la película se ubica en el contexto de una sociedad tradicional, patriarcal y, además provinciana. Esta descripción es la que el padre instruye a Segundo a registrar en su memoria. No es solamente el registro de una escena, es el aprendizaje de una estructura social en la cual el padre, Noé, deja una impronta en la mente de su hijo.

La película es visualmente bella, las luces, las sombras, los colores, la disposición de las escenas, la fotografía, los rostros de algunos personajes que son particularmente hermosos, las escenas enmarcadas en retablos reales y figurados como la cueva, el ataúd, las rendijas de la tolva a través de las cuales Segundo ve la mano de su padre, las puertas del taller, las del camión del que surgen los bailarines, todo contribuye al placer visual que provoca y provee la sensación de encuadre, de separación entre escenas y aspectos del mundo en el que se mueve Segundo. Él los recorre uno tras otro, testimoniando las continuidades y rupturas, desconcertado y confundido, oscilando, tratando de hacer sentido y encontrar un camino.

De todos los retablos que muestra la película, además del hermosísimo que retrata a la familia del comienzo de la película, llaman la atención dos: uno espantoso, que aparece en el sueño de Segundo en donde se muestra una escena de castración de dos homosexuales, aparentemente por la Inquisición, y el último, sencillo, hermoso y luminoso que hace Segundo en homenaje a su padre para colocarlo en su ataúd, que representa la superación del conflicto y la adquisición de la adultez mediante la identificación con el padre.

Otro elemento interesante es la disposición de los personajes en las escenas. Hay una que se repite y que me gusta mucho: La que nos muestra a Noé y Segundo de espaldas, aseándose. Las variaciones sutiles y no tan sutiles que ocurren a medida que la escena se repite van testimoniando los cambios en la relación padre-hijo que van desde la total simetría armónica hasta el empellón y la pelea que termina con la salida de escena del padre: la simetría se ha roto, el hijo puede enfrentar al padre y empujarlo fuera de su lugar, la autoridad se ha perdido.

No quisiera dejar pasar una mención al sonido, comenzando por la cadencia del quechua, los zurriagazos, la música y los cantos de la madre, todo resulta muy apropiado para comunicar y despertar las emociones.

Éstas son apenas unas reflexiones a partir de la visión de una película trascendente que seguramente seguirá haciéndonos pensar por muchos años.

Autor (es):

Gabriela Pelaez

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